Hasta hace unas pocas horas, cuando por fin he llegado a la ducha, todavía rezumaba en mi cara y en mis manos el olor del perfume y de la piel de un hombre cuya vida se me ha escapado esta mañana entre los dedos. Ha sido durante mi rutinario reparto diario.
Tan sólo dos minutos después de que uno de los vecinos del pueblo donde trabajo se aplomara contra el suelo, la casualidad me ha puesto frente a la puerta de su casa, a través de la cual he podido escuchar las voces de preocupación y auxilio de su mujer y de una de sus vecinas. Después de entrar corriendo, me dicen que se acababa de caer pero que no respondía. Efectivamente no reacciona ante nada, le abro la boca y veo su lengua apretada hacia atrás. Le empujo hacia arriba de la nuca para permitirle respirar. Como era diábetico, su mujer le pincha el glucagón pensando que se trataba de otra de sus tantas hipoglucemias, mientras su amiga llama al 112, pero el hombre no reacciona. Al tomarle el pulso tan sólo percibo el mío, que me golpeaba en las yemas de los dedos cada vez con más fuerza. Su cuerpo estaba caliente, y me parecía sentirlo respirar levemente, pero no me lo pienso e inicio una RCP, la cual solo conocía en teoría hasta hoy mismo y que por primera vez he tenido que poner en práctica. Varias series después, llega por fin el equipo del SUAP (fueron rapidísimos), que poco después me pide que me quede para sostener una de las vías, cronometrar las inyecciones de adrenalina y las descargas del desfibrilador, y para calmar a su mujer, sentada entre incrédula y nerviosa frente al cuerpo de su marido que yacía sobre el suelo de la cocina. Cuarenta minutos, que pasaron como si fueran cinco, fueron suficientes para certificar su muerte. Antonio tenía 58 años, y ningún antecedente previo de fallo cardíaco, lo que hace estallar en lamentos de rabia y dolor tanto a su mujer como a sus hijos.
En situaciones de urgencia, tengo tendencia a reaccionar con sangre fría, lo que me ayuda a pensar con claridad y poder ayudar en lo posible a quien lo pueda necesitar, pero pasado el momento me he quedado como en una nube hasta hace tan sólo un rato. No sé hasta qué punto he podido hacer las maniobras de forma adecuada para que hubiera mantenido con la fuerza necesaria a Antonio hasta que llegó el equipo médico. Ese momento ya se ha quedado ahí, dentro de las paredes de su casa entre las 12:47 y las 13:30, y todavía en mi recuerdo de forma recurrente. Y no hay vuelta atrás, ni segundas oportunidades.
Si algo puedo sacar como conclusión del día de hoy, es que cada vez que exhalamos perdemos un poco de nuestra vida. Sé que no es nada nuevo, y que hay cientos de miles de libros, películas y pensamientos que nos han hablado de esto durante cientos de años, sobre aquello de aprovechar el tiempo, lo del carpe diem, bla bla bla…
Pero ahora no puedo callarme: por favor, no seáis tontos y aprovechad cada respiración que deis para hacer lo que de verdad queráis; no dejéis nunca de perseguir vuestros sueños, aunque parezcan imposibles; no os conforméis con los caminos que os ofrecen si no sentís que es el vuestro; y no descanséis nunca en ese empeño excepto para recuperar fuerzas; pues en cada exhalación estáis perdiendo un poco más de vida.
Y no hay vuelta atrás.